20121109

Fotos

Un día quise tomarme unas fotos. Llamé a Cinthia y le expliqué cómo querían que fueran: quería salir sosteniendo un cuchillo, tal vez un poco manchada de sangre. Quería verme peligrosa. Cuando Cinthia me preguntó dónde quería que me tomara las fotos me vino de inmediato a la mente el templo de San Sebastián, en Miguel Ángel de Quevedo. He visitado ese lugar por años. Me gusta sentarme frente a la extraña cruz y leer. Es un lugar encapsulado entre casas bonitas. Los árboles guardan el secreto de la juventud rocosa del templo, como una actriz que desea conservar su belleza intacta y se destierra de la vanidad cinematográfica llevándose una gloria muda y blanquinegra con ella. Su cutis de piedra estremece las aguas de una fuente misteriosa. Siempre me he sentido relajada ahí. Pues bien, el día de las fotos llegué muy temprano. Llevaba un vestido negro, zapatillas y abrigo. Tomé café en una librería, compré un libro en otra y me enamoré en la última que visité. Cinthia me encontró hojeando unas revistas. Caminamos hasta el parque hablando mucho. Acabábamos de sentarnos frente a la cruz cuando comenzó a llover. Entramos a la iglesia. Cinthia comenzó a maquillarme para no perder tiempo. Salimos después de un rato, Cinthia despeinada de tanto trabajar y yo con los ojos bien delineados con colores oscuros y la boca de un rojo que nunca antes había brillado tanto. Cinthia llevaba en un frasco de comida para bebé un líquido rojo y espeso que de verdad parecía sangre de verdad. Mojamos el cuchillo y mis manos. Nos paramos junto a la cruz. La sangre falsa escurría de mis dedos y me mojaba las piernas. Me manché un poco los labios cuando intenté quitarme el cabello de la cara. La majestuosa y escalofriante cruz me sirvió de asiento cuando quise que mis muslos se asomaran en las fotos. Dejamos un rastro de gotitas rojas a sus pies. Luego fuimos a la fuente, otra víctima de mis poses francamente ridículas de modelo experimental, y de los ojos expertos de Cinthia que me sacaban mucha ventaja. “Es como un Photoshop en tiempo real” me reía con el cuchillo de juguete en la mano.  Estuvimos así casi dos horas. Luego nos tomamos fotos juntas y después le tomamos foto a mi libro de Tario, aprovechando que se había ensuciado un poco de sangre. Recogimos todo. Me disponía a abrir la llave que está al pie de la iglesia para lavarme las manos cuando vi que Cinthia palidecía. Se acercaba hacia mí temblando. Me erguí de inmediato. “¿Qué pasó?” “¿Cómo que qué? ¿Ya viste que la iglesia está brillando?” Me di la vuelta. No vi nada. Ahí estaba el templo, opaco y agresivo, como una terrible fortaleza de tiempo apelmazado. Cinthia entró caminando muy despacio. Me olvidé de lavarme las manos y entré detrás de ella, con el cuchillo pegajoso en la mano. Habíamos avanzado un poco cuando escuché un grito a mis espaldas. Me volví de inmediato, un poco mareada, y vi el cuerpo de una mujer tendido junto a la cruz. Una mujer morena de cabello corto que llevaba vestido negro... Grité. De su vientre salía una gran cantidad de sangre. A su lado estaba tirado un cuchillo. Delante de ella un hombre se incorporaba temblando. Me quedé paralizada, buscando estúpidamente el brazo de Cinthia, que por alguna razón no volteaba ni había volteado en ningún momento desde que entramos al templo. Vi con horror cómo el hombre se caminaba hacia la iglesia. Nos miraba, detenidas como columnas en medio de la hilera de bancas, solas, indefensas. Grité. Le grité a Cinthia. Le imploré que corriera, le pedí que se fuera. La empujé. Y cuando la empuje caí de bruces contra la alfombra porque Cinthia, mi Cinthia, ya no estaba. El tipo atravesó el arco de la puerta. Me levanté como pude, sin quitarle los ojos de encima a sus manos asesinas. No retrocedí por miedo a volver a caer y no volver a levantarme. Por un movimiento casi automático, enarbolé el cuchillo de juguete que un día antes había comprado en el mercado de San Ángel. Algo me empujó hacia el tipo. Con la esperanza de distraerlo para poder salir corriendo, le solté una estocada seca en el pecho. Vi con sorpresa cómo el cuchillo se hundía en su carne. Sentí brotar un chorro caliente de sangre. Solté el cuchillo y el tipo se desplomó a mis pies, manchándome los zapatos, chocando su cabeza contra mis rodillas. Grité como nunca se ha escuchado gritar a nadie en una iglesia y salí corriendo, llorando, escupiendo involuntariamente una mezcla de maldiciones y de rezos, aunque he de reconocer que sé más de las primeras que de los segundos. Tropecé con el cadáver de la mujer que estaba al pie de la cruz maldita. Cuando levanté la vista, Cinthia estaba delante de mí tranquilamente sentada, limpiando el lente de la cámara. Balbucí que mejor me lavaba en el metro.

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