Un ruido de cascabeles. Tienes los ojos cerrados; te los habían vendado antes de pasar por una puerta roja, que fue lo último que alcanzaste a ver antes de perder el conocimiento. Intentas moverte, pero estás firmemente atado a una silla. No, no sólo atado: encadenado. Los cascabeles resuenan en tu cabeza. Al principio eran un sonido lejano, aislado; ahora los escuchas cerca, como acompañando el ritmo de tu respiración. Ya no traes la venda. Abres los ojos y por un momento temes haber perdido la vista. No hay nada. No hay luz. No hay un sólo indicio del mundo que dejaste atrás al pasar por la puerta roja.
Te agitas con desesperación en la silla. Tu hombro roza algo. Algo que se está moviendo. Algo que se agita junto a ti. Escuchas un gemido de terror a tu derecha; respiraciones agitadas a tu izquierda. Entonces comprendes que no estás solo. Hay más seres rodeándote. Probablemente personas. Definitivamente hombres. Más hombres como tú. Y todos están inmovilizados en sillas, escuchando los cascabeles que se acercan cada vez más.
Comienza la claustrofobia. Crees que la oscuridad se solidifica y amenaza con aplastarte y aplastar a los que te rodean. Sientes cómo se acaba el oxígeno. Los cascabeles empiezan a sonar como dientes trituradores de una máquina gigante. Y no hay escapatoria. No hay forma de moverte. Estás condenado a perecer en manos de la oscuridad, sentado junto a un montón de fracasados como tú, que cayeron en la trampa…
Y entonces se detiene. De un lejano lugar a tus espaldas sale un golpe de tambor. Y paran los cascabeles, como si recibieran una orden. Por un momento todo se congela. Y luego las respiraciones se vuelven más agitadas. Tus sentidos están despiertos, buscando algo o lo que sea. Hueles el sudor frío de los que están junto a ti. Percibes sus temblores.
Entonces la luz roja surge de un lugar distante, iluminando una estancia circular enorme. Casi ciego, aún alcanzas a ver los ojos asustados de los cuatro que están amarrados muy juntos rodeándote, intentado soltarse. La luz te lastima. Vas a cerrar los ojos cuando vuelven los cascabeles. Los cascabeles son pisadas. Las pisadas son de mujer. La mujer es Adriana.
Adriana se para delante de ti. Pelo negro y largo, piel blanca, ojos castaños muy grandes. Pecho desnudo, redondo, como el de una escultura con finos acabados en caoba. Piernas gruesas, perfectas, modeladas debajo de un pareo rojo. Cascabeles en el cinturón y en los tobillos. Adriana te mira y sonríe. Por un momento olvidas que estás amarrado. Ella empieza a bailar. Sus caderas describen un movimiento circular. Sus pies inmóviles permiten que las convulsiones de su pecho tracen la figura del amor. Eso debe ser amor. Eso debe ser el fuego. Una mujer que es flama entre llamas artificiales. Los cascabeles recordando el sonido de un incendio y los gritos de mil hombres deseando apagarlo. Pero Adriana es cruel. Por eso lleva la navaja que saca de su cinturón. Por eso se apagan las luces y sabes que ya no habrá luz que te lastime,
porque Adriana te va a curar.

Andrea González
Ilustración de Cinthia Flores.
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