La noche rozaba ya el alba cuando nos encontramos despiertos, compartiendo el insomnio que nos emborrachaba sin calmar ni un poco la sed. Ambos llorábamos nuestros temores absurdos, nuestro dolor reprimido de antaño, nuestras ilusiones muertas desde hacía ya mucho tiempo, pero no por eso olvidadas, sino más bien secretas, encerradas, encadenadas de por vida a nuestras memorias, y quizá por eso desencantadas. El viento tempestuoso y despiadado chocaba contra las paredes haciendo resbalar la lluvia por las ventanas, de la misma manera en que nuestro dolor se estampaba contra nuestras almas y se resbalaba en forma de lágrimas por nuestros rostros. Sentíamos el frío, pero no el de la noche, sino el de la soledad, más clavado en el cuerpo que nuestra propia piel, y más vivo que nuestros corazones. En la obscuridad pantanosa volvimos a repasar los detalles, nos volvimos a tener. Nos miramos y nos tocamos de nuevo, y volvimos a vivirnos y a sentirnos. Nuestros corazones se encendieron con la misma ansiedad temerosa de antes. Temblamos como antes y sufrimos como siempre. Los rayos alimentaban nuestros delirios, que ya para entonces eran uno solo. Lanzábamos gritos mudos al mundo sordo, que solamente escuchamos nosotros mismos, y que en nosotros mismos retumbaron con la claridad del escándalo seco y tenebroso de los balazos que pusieron fin a nuestras vidas en distintas habitaciones, pero en el mismo instante, la noche en que ambos nos cansamos de dormir separados, porque tampoco juntos pudimos seguir viviendo.
Andrea González
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